miércoles, 7 de octubre de 2009

Cuatro poemas de Stella Díaz Varín





Stella Díaz Varín (La Serena, 1926) llegó a Santiago en 1947, con el firme propósito de estudiar medicina. En cambio, se integró a los círculos intelectuales, a la mítica bohemia de El Bosco, donde cultivó amistad con destacados creadores nacionales como Alejandro Jodorowsky, Enrique Lihn, Ricardo Latcham, Mariano Latorre, Luis Oyarzún, Jorge Teillier, José Donoso, entre muchos otros, formando parte de la llamada generación del 50. En ese período comenzó a colaborar en algunos diarios nacionales como El Siglo, Extra, La Opinión y La Hora; al mismo tiempo que participó en las diversas actividades generadas por la Sociedad de Escritores de Chile. Su obra literaria esta compuesta de Razón de mi ser (1949), Sinfonía del hombre fósil (1953), Tiempo, medida imaginaria (1959) y Los dones previsibles (1986).

I LA PALABRA

Una sola será mi lucha
Y mi triunfo;
Encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia.
Debes recordar
dónde la guardaste
Debiste pronunciarla siquiera una vez...
Ya la habría encontrado
Pero tienes razón ese era el pacto.
Mira cómo está mi casa, desarmada.
Hoja por hoja mi casa, de pies a cabeza.
Y mi huerto, forado permanente
Y mis libros cómo mi huerto,
Hojeado hasta el deshilache
Sin dar con la palabra.
Se termina la búsqueda y el tiempo.
Vencida y condenada
Por no hallar la palabra que escondiste.


II TRASLUZ


            Que se me permita mirar por la ventana
Sólo el espinazo de la muerte
A tranco largo
Mirando fijamente
A mis ojos deslucidos
           Veo la ausencia
Doblando por la esquina
La miserable luz
De los días empañados.
Muy de tarde en tarde
Algún aprendiz de hombre
Vestido de domingo.
           En estas agonías neblinosas
Estoy mirando desde una ventana ajena
Tras la luz de este rincón desconocido
Desde esta ventana hacia ningún paisaje
Hueco sin distancias
Seca pupila donde no resplandece
ni el más leve trino.

III C U A N D O    L A     R E C I É N    D E S P O S A D A.

Cuando la recién desposada
desprovista de sinsabor
es sometida a la sombra.
Sí.  A su sombra...
Enciende la bujía y lee.

¡Ah!  Entonces no es nada
la venida del apocalipsis,
los hijos anteriores enterrados
y un hilo de sangre desprendido del techo.
No es nada ya el océano y su barco
ni la muerte que intuye la libélula
ni la desesperanza del leproso.

Cuando la recién desposada:
Ya no estaré tan sola desde hoy día.
He abierto una ventana a la calle.

Miraré el cortejo de los vivos
asomados a la muerte desde su infancia.
Y escogeré el momento oportuno
para enterrarla.

IV B R E V E    H I S T O R I A    D E    M I    V I D A.
Comando soldados.
Y les he dicho acerca del peligro
de esconder las armas
bajo las ojeras.
Ellos no están de acuerdo.
Y como están todo el tiempo discutiendo
siempre traen perdida la batalla.

Uno ya no puede valerse de nadie.
Yo no puedo estar en todo;
para eso pago cada gota de sangre
que se derrama en el infierno.

En el invierno, debo dedicarme
a oxidar uno que otro sepulcro.
Y en primavera, construyo diques
destinados a los naufragios.

          Así es, en fin...
Las cuatro estaciones del año
no me contemplan, sino trabajando.

          Enhebro agujas
para que las viudas jóvenes
cierren los ojos de sus maridos,
y desperdicio minutos, atisbando
a la entrada de una flor de espliego
de una simple abeja,
para separarla en dos,
y verla desplazarse:
la cabeza hacia el sur
y el abdomen hacia la cordillera.

          Así es
como el día de Pascua de Resurrección
me encuentra fatigada,
y sin la sombra habitual
que nos hace tan humanos
al decir de la gente.


 


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