jueves, 1 de octubre de 2009

Cuatro poemas de Ted Hughes





Ted Hughes (Edward James Hughes), poeta inglés nacido el 17 de agosto de 1930. Escribió especialmente literatura infantil. Considerado una de las grandes voces de su generación a tal punto de ser laureado por la corona inglesa. Es conocido también por su matrimonio con la poeta estadounidense Sylvia Plath.  

I Los de la beca Fulbright

¿Adónde fue, en el Strand? Había varias
noticias sueltas, con sus fotos.
No sé por qué me fijé en una:
los de la beca Fulbright
de ese año. Llegando,
o ya llegados. O de algunos de ellos.
¿Estabas tú en esa foto? La miré
al pasar, preguntándome
a quiénes llegaría a conocer.
Me acuerdo de ese pensamiento. No
de tu cara. Es seguro
que miré con cuidado
a las chicas. Quizá te vi.
Quizá te di un puntaje, algo aburrido.
Quizá noté tu largo pelo suelto y ondulado,
tu flequillo a lo Verónica Lake.
Y no lo que ocultaba.
Parecería rubio. Y tu sonrisa,
tu exagerada
sonrisa norteamericana,
para las cámaras, los jueces, los extraños, los asustados.
Y después lo olvidé. Pero me acuerdo
de la foto: los de la beca Fulbright.
¿Con sus valijas? Me parece que no.
¿Habrían venido todos juntos? Yo caminaba,
arrastrando los pies,
entre el caliente sol y el asfalto caliente.
¿Fue entonces que compré un durazno?
Así al menos lo recuerdo.
En un puesto muy cerca de la estación.
Era el primer durazno fresco que probaba.
No podía creer lo rico que era.
Con veinticinco años, una vez más quedaba atónito
por mi ignorancia de las cosas más comunes.


II Mirar al Lobo

El viejo lobo blanco como un oso lanudo
escucha a la ciudad de Londres. Sus ojos marchitos
bajo la lana blanca son mirillas negras.
Y tantea, husmea las ofrendas
del horizonte del ruido, la invitación al aire
del gélido abril. El montón de carne
es su prisión. Seguro que se ha pasado la vida entera
detrás de barrotes, dejándose la vista
en la reja de la prohibición. Bosteza
malhumorado como un viejo y el bostezo
llega hasta Kensigton y allí se detiene
desanimado por los cristales. Las miradas
le han desgastado. Las miradas de los niños
lo han ajado hasta convertirlo en una distracción
patosa,
en un lobo peludo de juguete. Ya está harto.
Se enrosca alrededor de la piedra refrescante
que es cada vez más pesada. Luego hay que soportar
a más curiosos, una nueva prueba
con ruidos nuevos, gente nueva con colores nuevos
llegan a la verja. Él levanta
su fardo inservible y lo deja caer de nuevo,
moviéndose y haciéndose una pelota intranquila.
De su poder solo queda un mejunje de sobras,
un revoltijo de desperdicios y pedazos de energía,
impulsos mordisqueados e intuiciones desmanteladas.
No se puede quedar quieto. Todo el día
se agita y cambia de postura, vive una duermevela insomne en medio de agonías
crecientes
en un coche helado. El día no se acaba.
La noche será peor. Él espera
que haga efecto la anestesia
que ya le ha quitado su fuerza, su belleza
y su vida.

Empuja si rigidez hasta ponerla de pie
y dirige unos pasos vacilantes
a sus aposentos. Baja hasta el agua
y bebe. La vejez da sed. El agua
puede que tranquilice. ¿Qué más
se puede hacer? Intenta recuperar
la postura caliente que tenía. Encoge
las patas traseras para sentarse sobre ellas. Se hunde
en un pellejo tembloroso al que ya no
consigue hacer honor.

Y ahora
llega un lobo joven, todavía intacto.
Sabe acostarse, con la cabeza,
los ojos asiáticos, las miras del cañón,
alineados sin esfuerzo con el eje de su vigor.
Cierra los ojos pálidos y está tranquilo,
aburrido pero tranquilo. Sus fuertes miembros
están llenos de tiempo reposado. Está esperando
la ocasión para vivir y entonces se largará.
Mientras tanto la verja, el revuelo de sombras
de la gente en movimiento y la ruidosa montaña rusa
del Londres circundante, son solo temporales
y no cuestan nada. Y se puede permitir
aguzar el oído ante todo eso y no encontrar nada
parecido al bosque. Aún le quedan los estorninos
para darle diversión. El linaje escrito a fuego
en su lomo entrecano es su legado.
Las orejas rojizas y el cuello siempre están listos.
Desploma sus pesadas patas corredoras, las extiende
sobre los guijarros y apoya la enorme máquina
de su cabeza ronroneante. Un lobo
perfectamente tendido sobre los guijarros. Para que
las miradas
lo pongan en un pedestal. Un producto
sin mercado.
Pero cada vez
ocurre el horror: la herencia de hierro,
el testamento ubérrimo, se retuerce
con aburrimiento neurótico y se corroe
hasta volverse indigesto. Todo su vigor,
sus orejas atentas, su morro que apunta
una y otra vez, son como el temblor
de una crisis nerviosa, alimentada con voces.
¿Acaso oye al ciervo? ¿Está escuchando
el rumor de un bosque que no existe? ¿Lo atormenta
el pánico de los lémures yéndose lentamente,
desapareciendo a lo lejos? Ha hecho un largo camino
para no encontrar nada y armarse de paciencia.
Pero la paciencia se asfixia en los pliegues
de su grueso pellejo. Los cuentos de hadas
se quedan trasnochados a su alrededor
y se convierten en guijarros otra vez. Su mirada
le sigue diciendo que todo es real
y que es un lobo, nada menos
que en medio de Londres: qué
situación absurda y desesperada. ¿Acaso los
habitantes del ártico
le susurran, en sus frecuencias de onda, bocanadas
fantásticas
de fuga y libertad? Sus patas,
esas herramientas eléctricas, yacen delante de él.
No sabe cómo usarlas. De pronto
se levanta con dramatismo y reajusta
su cuerpo resuelto:
el Guarda
ha venido a cambiarle el agua.
Y los viajes prodigiosos
quedan tirados otra vez en
montones de cuerdas desmadejadas.
El futuro se lo parten, lo enrollan
y lo dejan hecho un embrollo, un porrazo
que daña su cerebro. Queda callado,
amigable como perrito, desilusionado. Todos los preparativos
se avinagran en su pellejo. Cada bostezo
que da es una dosis de veneno. Cada travesura
libera un diluvio de nueva desesperanza que luego tiene
que consumir en sus sueños. Un millón de millas
se enredan en sus zarpas. Diez millones de años
quedan rotos entre sus dientes. Un mundo
de huesos pestilentes, picoteado por los gorriones.

Está colgado
cabeza abajo del cable
de la no participación.
Es una carta del tarot y lo sabe.
Puede aullar toda la noche,
pero el amanecer cogerá la misma carta
y lo verá pintado en ella, con los ojos
como marcos de puerta en un desierto
entre la nada y la nada.


III Teología  

No, la serpiente no
Sedujo a Eva con la manzana.
Todo esto simplemente es
Corrupción de los hechos.

Adán comió la manzana.
Eva comió a Adán.
La serpiente comió a Eva
Esto es el oscuro intestino.

Mientras la serpiente
Reposaba de su comida lejos del paraíso-
Sonreía al escuchar
Que los quejidos de Dios la llamaban.


IV Narcisos

Recuerdas cómo recogíamos narcisos?
Nadie más lo recuerda pero yo lo recuerdo.
Tu hija venía con su perjuicio; ansiosa y feliz
De ayudar en la cosecha. Ella lo ha olvidado.
Ella no puede recordarte. Y las agotamos.
Fuimos tan pobres? El viejo hombre piedra, el almacenero,
Aspecto de jefe, la presión de su sangre púrpura desde la raíz
(Fue su última oportunidad.
Como tú, moriría en el mismo gran frío),
Él nos persuadió. Cada primavera
Siempre los compraba: siete centavos una docena
‘Costumbre de la casa’.

Además de nunca estar seguros de querer
Nada para nosotros; principalmente estábamos hambrientos
Por transformarlo todo en provechoso.
Permaneciendo nómadas -permaneciendo extraños
A todas nuestras posesiones. Los narcisos
Fueron tesoros incidentales encontrados
En los dorados hechos. Ellos simplemente vinieron,
Siguieron llegando
Como si no saliesen del césped sino que cayeran del cielo
Nuestra vida, sin embargo, sorprendía nuestra propia buena suerte.
Sabíamos que viviríamos para siempre. No aprendimos
Que los narcisos son una fugaz mirada
De lo eterno. Nunca identificamos
Con nuestros propios días
El nupcial vuelo de las raras efémeras.

Apilamos la fragilidad de sus liviandades en un banco de carpintero
Distribuimos docenas de hojas-
Hoja combada – hojas flexibles; a tientas por el aire; zinc – plateada-
Conveniente para su descarnado tallo en el agua del balde.
Su carnoso tallo oval
Y los vendimos, siete centavos un banco –
Viento – heridas, espasmos de la oscura tierra
Con metales sin olores
Una inflamada purificación de las frías lápidas
Como si el hielo hubiese tomado aliento.

Por su palidez los vendimos.
Rápidamente cosechamos lo grueso y pudimos con lo fino.
Finalmente estuvimos abrumados
Y perdimos las tijeras del presente de boda.

Cada marzo se levantaron nuevamente
Fuera de los mismos bulbos, los mismos
Niños llorando al deshelarse
Bailarinas demasiadas cercanas a los estremecimientos de la música
En las alas de las corrientes de aire del año.
En este mismo maremoto de la memoria; flotando
Ellos regresan olvidando que te inclinaste allá
Detrás de la lluviosa cortina del oscuro abril.

Pero en algún lugar tus tijeras recuerdan. Dondequiera que estén.
Aquí en algún lugar las hojas abiertas de par en par,
Abril tras Abril
Profundamente hundidas
A través del césped – Un ancla, una cruz de herrumbre.


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